Michel Sauval - Psicoanalista Jacques Lacan, Seminario "La angustia", Lectura y comentarios de Michel Sauval

Notas y comentarios
Sesión del 28 de noviembre 1962

El hombre de la arena
(Der Sandmann)

Ernst T. A. Hoffmann

Editado por JVE, Marzo de 1997. Buenos Aires, Argentina
Traducción de José Figueres Albrecht

I - Nataniel a Lotario

Sin duda están ustedes llenos de inquietud porque hace ya mucho tiempo que no les escribo. Mi madre disgustada, Clara imaginándose que vivo aquí entre un torbellino de placeres y que he olvidado completamente la dulce imagen de ese ángel tan profundamente grabada en mi corazón y en mi alma. Pero no es así; todos los días, a toda hora, pienso en todos ustedes y la encantadora figura de Clara pasa y vuelve a pasar sin tregua en mis ensueños; sus ojos transparentes me dirigen dulces miradas y su boca me sonríe como antes, cada vez que iba a reunirme con ustedes. ¡Ah! ¿Cómo hubiera podido escribir en la disposición de espíritu que turbaba hasta ahora mis pensamientos?¡Algo espantoso ha penetrado en mi vida! Los sombríos presentimientos de un porvenir cruel y amenazador se extienden sobre mi cabeza como negras nubes impenetrables a los alegres rayos del sol. ¿Es necesario que explique lo que ocurrió? Sí, es necesario, bien lo veo; pero sólo al pensar en ello me parece oír en torno mío risas burlonas. ¡ Ah! Mi queridísimo Lotario, ¿cómo hacerte comprender siquiera en parte, que lo que me paso hace pocos días es de tal naturaleza que perturba mi vida de una manera terrible? Si estuvieras aquí conmigo, podrías ver con tus propios ojos; pero ahora me tienes seguramente por un absurdo visionario. En pocas pala bras, la horrible visión que he tenido y cuya influencia moral trato en vano de evitar, consiste sencillamente en que hace pocos días, es decir el 30 de octubre a mediodía, un vendedor de barómetros penetró en mi habitación y me ofreció sus instrumentos. No le compré nada y le amenacé con titarle por las escaleras; pero se alejó inmediatamente.
Ya sospecharás que algunas circunstancias muy especiales y que han tenido gran influencia en mi vida, tienden a dar a este pequeño incidente una importancia que en sí no tiene. Así es, en efecto. Estoy reuniendo todas mis fuerzas para contarte con tranquilidad y paciencia algunas aventuras de mi niñez, que aclararán tu comprensión respecto a todo esto. Ya al comenzar me parece verte reír y oigo a Clara que dice: «¡Qué niñerías, realmente!. Ríanse ustedes, ríanse ustedes de mí, les digo, desde el fondo de su corazón. De veras que lo suplico. Pero, ¡Dios mío! mis cabellos se erizan y me parece conjurarles para que se burlen de mí en el delirio de la desesperación, como Franz Moor conjuraba a Daniel.
Pero volvamos ahora a los hechos. Excepto en las horas de las comidas, yo, mis hermanos y mis hermanas, veíamos muy poco a nuestro padre. Su profesión le ocupaba mucho tiempo. Después de la cena, que se servía a las siete, siguiendo las viejas costumbres, nos marchábamos con nuestra madre al gabinete de trabajo de mi padre, y nos sentábamos alrededor de una mesa redonda. Mi padre encendía la pipa y bebía de tiempo en tiempo un gran vaso de cerveza. A menudo nos contaba historias maravillosas, y sus relatos lo excitaban hasta tal punto que dejaba apagar la larga pipa; yo tenía el encargo de volvérsela a encender, y me agradaba muchísimo hacerlo.
A menudo también nos daba libros con láminas y permanecía silencioso e inmóvil en su sillón, lanzando espesas nubes de humo que nos envolvían a todos como una neblina. Esas noches mi madre se mostraba muy triste y apenas oía dar las nueve exclamaba:
-Vamos niños, a la cama El Hombre de la Arena va a venir. Me parece oír sus pasos.
Y en efecto, se escuchaban pesados pasos crujiendo en la escalera. Debía ser el Hombre de la Arena.
Una vez, especialmente aquel ruido me causó más espanto que nunca. Dije a mi madre, que ya nos llevaba:
Mamá, ¿quién es ese Hombre de la Arena tan malo que nos echa siempre? ¿Cómo es?
-No existe el Hombre de la Arena -me contestó mi madre-, cuando digo que viene, quiero significar solamente que necesitas dormir y que tus párpados se cierran involuntariamente, como si te hubieran echado arena a los ojos.
La respuesta de mi madre no me conformó en absoluto, y en mi infantil imaginación, adiviné que negaba la existencia del Hombre de la Arena para tranquilizamos. Pero yo siempre le oía subir las escaleras. Lleno de curiosidad, impaciente por cerciorarme de la existencia de aquel hombre, pregunté por fin a la vieja criada que cuidaba de mi hermanita menor, quién era aquel personaje.
-¡Ah, queridito! -me contestó-, ¿no lo sabes? El Hombre de la Arena es un hombre malo que va a buscar a los niños cuando o, quieren acostarse y les echa arena a los ojos hasta hacerlos llorar sangre. Después los mete en una bolsa y se los lleva a la luna para que jueguen sus hijitos que tienen picos torcidos como los búhos y que les pican los ojos hasta que los matan. Desde entonces, la imagen del Hombre de la Arena se grabó en mi espíritu de una manera horrible, y por la noche, cuando los peldaños crujían bajo sus pasos, temblaba de ansiedad y de espanto; mi madre no podía entonces arrancarme más que esas palabras sofocadas por el llanto:
-¡El Hombre de la Arena! ¡El Hombre dela Arena!
En seguida escapaba a mi cuarto y aquella terrible aparición me atormentaba durante toda la noche. Cuando yo tenía bastante edad para comprender que la anécdota de la vieja criada no era cierta, el Hombre de la Arena continuaba siendo para mí un espectro amenazador. Apenas si podía dormirme cuando le oía dirigirse al gabinete de mi padre. A veces su ausencia duraba largo tiempo; luego sus visitas se hacían más frecuentes; esto duró dos años.
No podía acostumbrarme a aquella extraña aparición, y su sombría figura desconocida no llegaba a palidecer en mi imaginación,
Sus relaciones con mi padre ocupaban mis pensamientos cada vez mas, y el deseo de verle, con los años, aumentaba en mí. El Hombre de la Arena me había introducido en el campo de lo maravilloso, en el que el espíritu de los niños se desliza tan fácilmente. Nada me gustaba tanto como las historias espantables, de los genios, los demonios y las brujas; pero, para mí, en todas esas aventuras, en medio de las apariciones más terribles y más extrañas, siempre dominaba la imagen del Hombre de la Arena, que dibujaba con tiza o con carbón, en las mesas, en los armarios, en las paredes, en todas partes, y siempre bajo las formas más repugnantes.
Cuando cumplí diez años, mi madre me destinó un cuarto para mí solo. Estaba cerca del cuarto de mi padre. Cada vez que al dar las nueve el reloj, se oían los pasos del desconocido, nos retirábamos, como cuando éramos pequeños Desde mi cuarto se le oía entrar en el gabinete de mi padre, y poco después, parecía como que un vapor oloroso y extraño se esparciera por toda la casa. La curiosidad me incitaba cada vez as a conocer al Hombre de la Arena.
Una noche abrí mi puerta y me deslicé por el pasillo; pero nada pude oír, porque el desconocido había cerrado ya la puerta del gabinete
Por fin, impulsado por un irresistible deseo, resolví ocultarme en el cuarto mismo de mi padre para aguardarla llegada del Hombre de la Arena.
Por la taciturnidad de mi padre, por la tristeza de mi madre comprendí una noche que el Hombre de la Arena iba a llegar. Simulé un gran cansancio y saliendo de mi cuarto antes de las nueve, fui a esconderme en un rinconcito estudiado detrás de la puerta. La de la calle rechinó sobre sus goznes, y pasos lentos y amenazadores resonaron desde el vestíbulo hasta los peldaños. Mi madre y mis hermanos se levantaron y pasaron delante de mí. Abrí suave, muy suavemente la puerta del cuarto de mi padre. Estaba sentado como de costumbre en silencio, y con la espalda vuelta hacía la entrada. No me vio; me deslicé rápidamente tras él y fui a ocultarme bajo la cortina que cubría un armario en el que guardaba colgadas sus ropas.
Los pasos se aproximaban cada vez más; el Hombre tosía, resoplaba y murmuraba extrañamente. El corazón me latía incontrolable de expectativa y de espanto.
Se oyeron ya en el rellano unos pasos sonoros, el picaporte giró con violencia y la puerta se abrió ruidosamente.
Saqué a pesar mío la cabeza con precaución: el Hombre de la Arena está en medio de la habitación delante de mi padre; la luz de las velas iluminaba su rostro.
El Hombre de la Arena, el terrible Hombre de la Arena, es el viejo abogado Coppelius, que viene algunas veces a sentarse a nuestra mesa. Pero la cara más horrible no me hubiera cansado más espanto que la de Coppelius.
Imagínate un hombre de anchos hombros dominados por una gruesa cabeza informe, rostro amarillento, cejas grises y pobladas, bajo las que brillan dos ojos verdes redondos como los de los gatos y una nariz gigantesca que se encorva bruscamente sobre sus gruesos labios. Su sinuosa boca se deformaba aún más al tentar una sonrisa; dos manchas lívidas se extendían sobre sus mejillas, y sonidos a la vez sordos y silbantes se escapaban por entre sus dientes irregulares.
Coppelius se presentaba siempre con una levita color ceniza, cortada a la antigua, un chaleco y pantalones semejantes, medias negras y zapatos de hebilla. Su pequeña peluca que apenas le cubría el cuello, terminaba en dos rizos apelmazados sostenidos por sus grandes orejas al rojo vivo, e iban a perderse en una ancha bolsa negra que, agitándose de un lado al otro sobre su espalda, dejaba ver el prendedor de plata que le sostenía la corbata.
Toda aquella figura componía un conjunto horrible y repulsivo; pero lo que nos chocaba sobre todo en él a nosotros, los niños, eran sus gruesas manos velludas y huesudas, y en cuanto las ponía sobre un objeto cualquiera, nos cuidábamos mucho de tocarlo en seguida. El había notado esta repugnancia y le era un placer tocar los pastelitos y las frutas que nuestra madre nos ponía en el plato. Gozaba entonces viendo que se nos llenaban de lágrimas los ojos, y se deleitaba con la privación que nos imponía nuestra repugnancia hacia su persona. Lo mismo hacía en los día de fiesta, cuando nuestro padre nos servía una copa de buen vino. Extendía la mano, tocaba la copa que llevaba a sus labios lívidos y se reía a carcajadas de nuestra desesperación y nuestras protestas.
Acostumbraba llamarnos animalitos; en su presencia no nos era permitido pronunciar una sola palabra, y maldecíamos con toda el alma a aquel personaje repugnante y enemigo que envenenaba hasta la menor de nuestras alegrías.
Mi madre parecía odiar como nosotros al repulsivo Coppelius, pues apenas aparecía, su dulce alegría y sus maneras llenas de abandono desaparecían adoptando una sombría gravedad.
Mi padre se comportaba con él como si Coppelius fuese un ser de un orden superior, de quien hay que soportarlo todo, y a quien debe tratarse de no irritar: nunca dejaba de ofrecerle sus manjares favoritos y de destapar en su honor algunas botellas de reserva.
Viendo a Coppelius comprendí sin la menor duda de que él y no otro tenía que ser el Hombre de la Arena, pero el Hombre de la Arena no era ya en mi pensamiento el ogro del cuento de la vieja criada, que se llevaba a los niños a la luna para que sirvan de juguete a sus hijos de pico de búho. ¡No! Era más bien una odiosa y fantástica criatura que, donde quien que fuese llevaba consigo el pesar, el tormento y la necesidad, y que ocasionaba males positivos, males duraderos.
Yo estaba como hechizado; mi cabeza continuaba asomada por entre las cortinas, a riesgo de ser descubierto y duramente castigado. Mi padre recibió solemnemente a Coppelius.
-¡Vamos, al trabajo!-exclamó éste con voz sorda, quitándose la levita.
Mi padre, con aire sombrío, se quitó la bata y ambos se pusieron largos vestidos negros. No pude ver de dónde los sacaron.
Mi padre abrió en seguida la puerta de un armario, y si que ocultaba un nicho profundo en el que había un hornillo. Coppelius se acercó y del hogar se elevó una llama azul. Ante aquella claridad apareció una multitud de extrañas herramientas y utensilios. Pero ¡Dios mío! ¡Qué horrible metamorfosis se había operado en los rasgos de mi anciano padre! Un dolor violento y mal contenido parecía haber transformado la expresión honrada y leal de su fisonomía que había tornado una expresión satánica. ¡Se parecía Coppelius!
Este blandía un par de pinzas incandescentes y atizaba los ardientes carbones del hornillo. Yo creía ver en torno caras humanas pero sin ojos: cavidades negras, profundas y manchadas ocupaban el lugar de estos.
-¡Ojos, ojos! - exclamó de pronto Coppelius con voz sorda y amenazadora. Yo me estremecí y caí al suelo, anonadado por un horror espantoso.
Coppelius me cogió en sus brazos.
-¡Un animalito, un animalito! - dijo rechinando los dientes de una manera horrible.
Y diciendo esto me arrojó contra el hornillo cuyas llamas comenzaron chamuscar mis cabellos.
-Ahora -exclamó-, ahora tenemos ojos, ojos, un lindo par de ojos de niño.
Y tomo con las manos un puñado de carbón encendido, que se disponía a arrojarme al rostro, cuando mi padre le gritó con las manos juntas:
-¡Maestro, maestro, déjale los ojos a mi Nataniel!...
Coppelius se echó a reír estruendosamente.
-Que el niño conserve los ojos, pues, y para que haga penitencia en el mundo; pero, ya que está aquí, vamos a observa atentamente el mecanismo de los pies y de las manos.
Sus dedos cayeron entonces tan pesadamente sobre mí que todas las coyunturas de mis miembros crujieron; me hizo girar las manos, luego 1os pies; de un modo, de otro.
-¡Esto no marcha bien! ¡Estaba bien como estaba! ¡El viejo de allá arriba lo ha comprendido perfectamente!...
Así murmuraba Coppelins haciéndome mover; pero bien pronto toda se puso confuso y sombrío a mi alrededor; un dolor nervioso agitó todo mi ser... ya no sentí nada más. Un vapor suave y cálido se esparció por mi rostro: me despené como de¡ sueño de la muerte; mi madre estaba inclinada sobre mí.
-¡El Hombre de la Arena! ¿Está todavía ahí?- pregunté balbuceando.
-No, queridito, no, está muy lejos: ya hace mucho que se marchó; no volverá a hacerte daño.
Esto dijo mi madre, y besó y estrecho sobre su corazón al hijo adorado que volvía a la vida. ¿Para qué fatigarse más con estos relatos, mi querido Lotario? Fui descubierto y cruelmente maltratado por Coppelius. La ansiedad y el espanto me ocasionaron fiebre, de que estuve gravemente enfermo durante algunas semanas. «¿Está todavía ahí el Hombre de la Arena?», fue la primera frase que pronuncié y la señal de mi salvación.
Sólo me resta contarte el instante más horrible de mi infancia, y después quedarás convencido de que no hay que acusar a mis ojos si todo me parece descolorido en la vida: porque una nube sombría se ha extendido delante de mí sobre todos los objetos y sólo la muerte podrá disiparla.
Coppelius no volvió a dejarse ver; corrió el rumor de que había salido de la ciudad. Pasó un año y según la vieja e invariable costumbre, una noche estábamos sentados en torno de la mesa redonda. Nuestro padre estaba muy alegre y nos contaba muchas cosas divertidas que le habían sucedido en los viajes de su juventud.
En el momento en que el reloj dio las nueve, oímos rechinar los goznes de la puerta de calle y unos pasos extremadamente pesados que resonaban desde el vestíbulo hasta la escalera.
-¡Ese es Coppelius!-dijo mi madre palideciendo.
-Sí, es Coppelius- repitió mi padre con voz entrecortada.
Los ojos de mi madre se llenaron de lágrimas.
-¡Querido! -clamé-¿es necesario que venga?
-Por última vez -contestó mi padre- Viene por última vez, te lo juro. ¡Vete con los niños! ¡Buenas noches!
Yo estaba como petrificado. Viéndome inmóvil, mi madre me tomó por el brazo.
-Ven, Nataniel -me dijo.
Me dejé llevar hasta mi cuarto.
-Tranquilízate y duerme. ¡Duerme! -me dijo mi madre al dejarme.
Pero, agitado por invencible terror no pude cerrar los ojos. El horrible, el odioso Coppelius estaba ante mí con los ojos resplandecientes; me sonreía con aire hipócrita y en vano me esforzaba yo por alejar su imagen.
Sería cerca de medianoche cuando se oyó un violento estruendo. Era algo así como el disparo de un arma de fuego. Toda la casa se estremeció y la puerta se cenó dando un golpetazo.
-¡Es Coppelius! -exclamé fuera de mí, y salté de la cama.
Oí gemidos; corrí a la habitación de mi padre. La puerta estaba abierta, sentíase un vapor sofocante y una criada que me había precedido gritaba:
-¡Ay, el señor, el señor!
Delante del hornillo encendido, sobre el pavimento, estaba tendido mi padre, muerto, con el rostro desencajada. Mis hermanas arrodilladas en tomo suyo, lanzaban espantosos clamores. Mi madre se había desplomado sin conocimiento junto a su marido.
-¡Coppelius, monstruo infame, has asesinado a mi padre! -exclamé, perdiendo también el sentido.
Dos días después, cuando se puso el cuerpo de mi padre en el ataúd, su rostro había vuelto a ponerse tranquilo y sereno como lo era durante su vida.
Aquello calmó un tanto mi dolor; pensé que su alianza con el infernal Coppelius no lo había arrastrado a la condenación eterna.
La explosión había despertado a los vecinos. El acontecimiento causó sensación, y la autoridad que había tomado cartas en el asunto, ordenó a Coppelius que se presentara ante ella. Pero Coppelius había desaparecido de la ciudad sin dejar rastros.
Ahora, cuando le diga, un digno amigo, que el vendedor de barómetro, no era otro que el miserable Coppelius, comprenderás el exceso de horror que me hizo experimentar aquella aparición. Llevaba otro traje; pero los rasgos de Coppelius estaban demasiado hondamente impresos en mi alma para que me fuera posible confundirlos. Por otra parte, Coppelius no ha cambiado siquiera de nombre. Aquí se hace pasar por un mecánico piamontés y dice llamarse Giuseppe Coppola.
Estoy resuelto, suceda lo que suceda, a vengar la muerte de mi padre.
No hables a mi madre de este encuentro cruel.
Saluda a la encantadora Clara; ya le escribiré apenas me encuentro más tranquilo.

II Clara a Nataniel

Aunque no me escribas hace mucho, creo que me llevas en el alma y en e1 pensamiento: porque sin duda pensabas en mí con frecuencia cuando, al enviar tu última carta a mi hermano Lotario, te equivocaste en el sobrescrito, poniendo en él mi nombre y no el suyo.
Abrí la carta con alegría y sólo advertí mi error al leer las palabras: ¡Ah, mi querido Lotario! Sin duda no debí seguir leyendo y entregar la carta a mi hermano. Pero no lo hice.
Has solido reprocharme en tono de broma que tengo un espíritu tan apacible y tranquilo que, si la casa se viniera abajo tendría aún la constancia de poner en su lugar una cortina desarreglada antes de huir; sin embargo, apenas podía respirar y todo parecía girar en tomo mío como un torbellino. ¡Ah, mi querido Nataniel!, temblaba y ardía en deseos de saber por qué infortunios habías pasado en tu vida.
Separación eterna, olvido, alejamiento de tí, todos estos pensamientos me herían como otras cantas puñaladas.
¡Leí y volví a leer! Tu pintura del repulsivo Coppelius es espantosa.
Por primera vez supe la muerte cruel de tu excelente padre. Mi hermano, a quien entregué finalmente lo que le pertenecía, trató de calmarme, pero no pudo conseguirlo. Ese Giuseppe Coppola seguía sin cesar mis pasos, y casi me avergüenzo de confesar que ha turbado con sueños horrorosos mi sueño tan profundo y tranquilo.
Pero muy pronto, al día siguiente ya, todo se presentó a mi pensamiento bajo otro aspecto.
No te enfades contra mí, mi tiernamente amado Nataniel, si Lotario te dice que, a despecho de tus funestos presentimientos acerca de Coppelius, mi serenidad no ha quedado alterada en lo más mínimo.
Te diré sinceramente lo que pienso. Todas esas cosas espantosas que nos relatas me aparecen nacidas de ti mismo el mundo exterior y real no tiene sino poca participación en ellas.
El viejo Coppelius era sin duda poco simpático; pero como odiaba a los niños, al comprenderlo, ustedes que lo eran, sintieron verdadero horror hacia él. El terrible Hombre de la Arena de la vieja criada se unió muy naturalmente en m inteligencia infantil al viejo Coppelius que, sin que tú puedas darte cuenta de ello, ha continuado siendo para tí el fantasma de mis primeros sueños.
Sus entrevistas nocturnas con tu padre no tendrían probablemente otro objeto que el de hacer experimentos de alquimia, cosa que afligía a tu madre porque indudablemente costaría muchísimo dinero, y porque aquellos trabajos, al llenar a su esposo de una esperanza engañosa, tenían que desligarlo sin duda de los cuidados de la familia. Tu padre ha causado su muerte probablemente por una imprudencia, y Coppelius no debiera sin duda ser acusado.
¿Creerás que he preguntado a nuestro viejo vecino el boticario si en los ensayos químicos podían producirse explosiones repentinas que ocasionaran la muerte? Me contestó afirmativamente describiéndome minuciosamente y a su modo cómo podía suceder, citándome una cantidad de palabras extravagantes, de las que ni una sola he podido guardar en mi memoria.
¡Ahora te vas a enfadar con tu Clara! Dirás sin duda:
«En esa alma helada no penetra uno solo de esos rayos misteriosos que abrazan a menudo al hombre con sus alas invisibles; no ve más que la pintada superficie del globo, y se regocija como despreocupado niño a la vista de los frutos cuya corteza dorada oculta un veneno mortal».
¿No crees, mi querido Nataniel, que el sentimiento de un poder enemigo, que obra de una manera funesta sobre nuestro ser, pueda penetrar en las almas risueñas y serenas?
Perdona si yo, joven aún, trato de expresar lo que siento ante la idea de semejante lucha. Quizá no encuentre las palabras apropiadas para pintar mis sentimientos; quizá, te rías, no de mis pensamientos, sino de mi poca facilidad par a comunicarlos.
Si existe, en efecto, un poder oculto que clave traidoramente en nuestro pecho sus garras enemigas para arrastrarnos en un camino peligroso que no hubiéramos seguido, si existe un poder semejante, es necesario que se someta a nuestros gustos y a nuestras conveniencias; porque sólo así obtendrá de nosotros alguna credulidad y conquistará en nuestro corazón el sitio que necesita para realizar su obra.
Si tenemos suficiente firmeza, suficiente valor para reconocer el camino al que deben conducirnos nuestra vocación y nuestras inclinaciones y para seguirlo con paso tranquilo, nuestro enemigo menor perecerá en los vanos esfuerzos que haga para engañamos.
Lotario, por su parte, agrega que la potencia tenebrosa a que nos entregamos, crea a veces en nosotros imágenes tan atractivas, que nosotros mismos somos las que producirnos el principio devorador que nos consume. Es el fantasma de nuestro propio ser, cuya influencia opera sobre nuestra alma y nos hunde en el infierno o nos arrebata al ciclo.
No comprendo muy bien estas últimas palabras de Lotario, y me limito a presentir le que él piensa y sin embargo me parece que todo eso es rigurosamente exacto.
Te suplico pues, que borres de tu pensamiento al abogado Coppelius y al vendedor de barómetros Giuseppe Coppola. Ten el convencimiento de que esas figuras extrañas no ejercen influencia alguno sobre tí; tu creencia en su poderes lo único que puede hacerlas poderosas.
Si cada línea de tu carta no atestiguara la exaltación profunda de tu espíritu, si el estado de tu alma no me afligiera hasta el fondo del corazón, podría bromear un poco sobre tu Hombre de la Arena y tu abogado–químico. ¡Sé libre, espíritu débil, sé libre! Me he prometido representar a tu lado el papel de ángel de la guarda y ahuyentar al repugnante Coppelius con una loca carcajada, si es que vuelve alguna vez a turbar tus sueños. No tengo miedo de que él toque mis golosinas ni de que me eche arena en los ojos.
Hasta siempre, queridísimo Nataniel.

III Nataniel a Lotario

Mucho siento que Clara, por un error causado por su estado de mi ánimo, abriera la cana que te escribía, Me ha dirigido una epístola llena de filosofía profunda, en la que me demuestra explícitamente que Coppelius y Coppola sólo existen en mi cerebro, y que son fantasmas de mi yo y que se convertirán en polvo apenas los reconozca como tales.
No se sospecharía nunca que el espíritu que brilla en sus ojos conmovedores, fuera tan inteligente y pudiera razonar de un modo tan metódico.
Clara se apoya en tu autoridad. Habrás hablado de mí con ella, le habrás dado, sin duda, un curso de lógica, para que vea las cosas de un modo sano y haga sutiles distinciones, Renuncia a ello, te lo ruego.
Por lo demás, no cabe duda de que el mecánico Giuseppe Coppola no es el abogado Coppelius. Asisto aun curso de un profesor de física recién llegado a esta ciudad, que es de origen italiano y lleva el nombre del célebre naturalista Spalanzani. Conoce a Coppola desde hace largos años y, por otra parte, es fácil reconocer por el acento del mecánico que es realmente piamontés. Coppelius era alemán aunque no lo pareciera por su carácter.
Ténganme siempre, ustedes dos, por un sombrío soñador, pero no puedo liberarme de la impresión que Coppola y su horrible rostro han producido en mí, Estoy muy contento de que se haya marchado de la ciudad según me ha dicho Spalanzani.
Este profesor es un singular personaje, un hombre de cara redonda, pómulos salientes, nariz aguda y ojos penetrantes. Pero lo conocerás mejor de lo que yo podría pintártelo mirando el retrato de Cagliostro grabado por Chodowiecki; así es Spalanzara.
Hace poco, al subir a su departamento, observé que una cortina que, por lo común permanece corrida sobre una puerta vidriera, se había descorrido un poco. Yo mismo ignoro cómo llegué a mirar a través del cristal.
Una mujer del más hermoso talle, magníficamente vestida, hallábase sentada en la habitación, ante una mesita en que apoyaba ambas manos.
Estaba frente a la puerta, y pude ver así su rostro encantador. Pareció no darse cuenta de mi presencia; sus ojos permanecían fijos: hasta diría que carecían de rayos visuales; estaba como si durmiera con los ojos abiertos.
Aquello me desconcertó y me apresaré a entrar en el laboratorio próximo a la habitación.
Más tarde supe que la persona a quien había visto era la hija de Spalanzani, llamada Olimpia, y a la que encerraba con luto rigor que nadie podía aproximarse a ella. Esta medida oculta algún misterio, y Olimpia padecerá sin dudarlo algún grave defecto. Pero ¿para qué escribirte estas cosas? Hubiera podido contártelas de viva voz, pues me propongo estar dentro de quince días junto a ustedes, Necesito ver a mi ángel, a mi Clara; de ese modo se borrará la impresión que se ha apoderado de mí (lo confieso) desde su triste pero razonable carta.
Por eso no le escribo hoy. Adiós.

IV

No podría imaginarse nada más extraño Y más maravilloso que lo que ocurrió a mi pobre amigo, el estudiante Nataniel, y que ahora trato de relatar.
¿Quién no ha sentido alguna vez, llenarse su cerebro de pensamientos extravagantes? ¿Quién no ha sentido un fuego interno que hiciera afluir con violencia la sangre a su cerebro y coloreara sus mejillas con un encarnado sombrío? Nuestras miradas parecen entonces buscar imágenes fantásticas en el espacio, y las palabras se exhalan con sonidos entrecortados. En vano nuestros amigos nos rodean y nos interrogan sobre la cansa de nuestro delirio. Uno quiere pintar con brillantes colores, sombras y vivas luces las figuras vaporosas que se vislumbran y uno se esfuerza en vano por encontrar las palabras que expresen el pensamiento. Se desearía reproducir desde la primera frase todo cuanto aquellas apariciones ofrecen de maravillosas, de magnificentes, de sombríos horrores, de júbilos inariditos, para sorprender a los oyentes como un chisporroteo eléctrico; pero cada letra nos parece, glacial, descolorida, sin vida. Se busca y rebusca, se balbucea y se murmura y las preguntas tímidas de los amigos llegan a herir, como el soplo de los vientos de la noche nuestra imaginación ardiente, que no tardan en extinguirse.
Pero, si como pintor hábil y atrevido se ha trazado con rasgos rápidos un boceto de esas imágenes interiores, es fácil reanimar lentamente los colores huidizos, y transportar a los oyentes al centro de ese mundo que nuestra alma ha creado.
En cuanto a mí, nadie, debo confesarlo, me ha interrogado jamás sobre la historia del joven Nataniel; pero sabido es que soy uno de esos autores que, apenas se encuentran en el estado que acabo de escribir, se figuran que cuantos les rodean, hasta el mundo entero, arden en deseos de conocer lo que tienen en el alma.
La singularidad de la aventura me había sorprendido, y por eso me atormentaba buscando cómo iniciar su relato de una manera seductora y original.
«Erase una vez»...¡Lindo comienzo para hacer dormir desde un principio!
«En la pequeña ciudad de S... vivía» o bien entrar de pronto in media res como: «¡Que se vaya al diablo!» -exclamaba con el furor y el espanto pintados en sus extraviados ojos el estudiante Nataniel, cuando el vendedor de barómetros Giuseppe Coppola...
Había, en efecto, comenzado a escribir de esa manera cuando creí ver algo cómico en los ojos extraviados del estudiante Nataniel, y la verdad sea dicha, la historia no tiene nada de alegre.
No acudió a mi pluma ninguna otra frase que reflejara ni por asomo la brillantez de colorido de mi imagen interior. Entonces resolví sencillamente no comenzar.
Así, pues, considérense las tres cartas que mi amigo Lotario ha tenido la bondad de facilitarme, como el esbozo del cuadro que, durante el curso de mi narración, me esforzaré por animar lo mejor que pueda.
Quizá lo consiga, como los buenos pintores de retratos que logran señalar a este o el otro personaje con un rasgo tan expresivo que les hacen resultar parecidos aunque no se conozca el original, despertando el recuerdo de un objeto todavía desconocido; quizá también consiga persuadir a mi lector de que nada es más fantástico y más loco que la vida real y que el poeta se limita a recoger de ella no reflejo confuso, como en un espejo mal pulido.
Y para que se sepa desde un principio lo que es accesorio saber, debo agregar como aclaración a esas cartas, que poco después de la muerte del padre de Nataniel; Clara y Lotario, hijos de un pariente lejano fallecido también, fueron recogidos por la madre de Nataniel, y formaron parte de su familia. Clara y Nataniel sintieron viva inclinación el uno por el otro, a lo que nadie tuvo nada que oponer. Eran, pues novios, cuando Nataniel salió de la ciudad natal para ir a terminar sus estudios en Goettingue.
Así se deduce de su última carta, en la que dice que seguía los cursos del célebre profesor de física Spularizani. Ahora podría continuar mi relato, pero la imagen de Clara se presenta tan viva a mi espíritu que no podría apartar de ella las miradas. Así me sucedía siempre, cuando me miraba con su dulce sonrisa.
Clara no podía pasar por bella; es lo que afirmaban todos cuantos entienden el oficio de juzgarla belleza.
Sin embargo, los arquitectos alababan la pureza de las líneas de su talle. Los pintores hallaban sus espaldas, sus hombros y su seno quizá formados con un estilo demasiado casto; pero todos estaban prendados de su encantadora cabellera, que recordaba la de la Magdalena de Corregio, y no escatimaban elogios a la riqueza de su tez digna de Battoni. Uno de ellos, como buen extravagante, comparaba sus ojos a un lago de Ruysdäel en que se mira el azul del cielo, el esmalte de las flores y las animadas luces del día. Los poetas y los virtuosos iban aún más lejos:
-«¿Qué me hablan ustedes de lago? -decían-; ¿podemos, acaso, contemplar a esa joven sin que su mirada haga brotar de nuestra alma cánticos y armonías celestiales?»
Clara tenía la imaginación viva y animada de un niño alegre e inocente, un corazón de mujer tierna y delicada, una inteligencia penetrante y lúcida. Los espíritus ligeros y presuntuosos no tenían éxito con ella, porque, sin abandonar por eso su natural modesto y silencioso, la chispeante mirada de la joven, y su sonrisa irónica parecían decirlos: ¡Pobre sombra!, ¿esperáis pasar a mis ojos por nobles figuras llenas de vida y de sabia?
Así es que se acusaba a Clara de ser fría, prosaica e insensible; pero otros, más sagaces, amaban entrañablemente a la encantadora joven.
Sin embargo, nadie la amaba más que Nataniel, que cultivaba las ciencias y las artes con gusto y energía. Clara quería a Nataniel con todas las fuerzas de su alma; su separación le causó los primeros pesares.
¡Con cuánta alegría se arrojó en sus brazos cuando volvió a la casa paterna, como lo había anunciado en su carta a Lotario!
Lo que Nataniel esperaba sucedió. Apenas vio a su prometida olvidó al abogado Coppelius y la carta metafísica de Clara, que le había chocado; todas sus preocupaciones se desvanecieron.
Pero, sin embargo, Nataniel había dicho la verdad al escribir a su amigo Lotario: la figura del repulsivo Coppola había ejercido funesta influencia en su alma.
Desde los primeras días de su llegada se observó que Nataniel había cambiado enteramente de modo de ser. Se entregaba a sombrías meditaciones, y más se comportaba de un modo extraño. La vida para él no era más que ensueños y presentimientos: siempre hablaba del destino de los hombres que, creyéndose libres, son juguetes de potencias invisibles a las que no pueden escapar. Hasta llegó más lejos aún: pretendía que es una locura creer en que se realizan en las ciencias y en las artes progresos fundados sobre nuestras fuerzas morales, porque la exaltación sin la que uno es incapaz de producir, no proviene de nuestra alma sino de un principio exterior del que no somos dueños.
Clara rechazaba profundamente esas ideas místicas, pero se esforzaba en vano por refutarlas.
Sólo cuando Nataniel demostraba que Coppelius era el principio perverso que se había unido a él desde el momento en que se ocultó detrás de la cortina para observarlo, y sostenía que ese demonio enemigo perturbaría sus felices amores de una manera cruel, Clara, repentinamente seria, decía:
-Sí, Nutaniel, Coppelius es un principio enemigo que turbará nuestra felicidad si no lo destierras de tu pensamiento: su poder reside en tu credulidad.
Nataniel, irritarlo al ver que Clara rechazaba la existencia del demonio y lo atribuía sólo a la debilidad de su alma, quiso presentar sus pruebas con todas las doctrinas místicas de la Demonología; pero Clara cortó malhumorada la discusión, interrumpiéndole con una frase indiferente, con gran pesar por parte de Nataniel.
Este pensó entonces que las almas frías encerraban también esos misterios, sin saberlo ellas mismas, y que Clara pertenecía a esa naturaleza secundaria; así es que se prometió no descuidar nada para iniciarla en esos secretos.
Al día siguiente, mientras la joven preparaba el desayuno, fue a colocarse a su lado y comenzó a leerle varios pasajes de sus libros místico,
-No, no; mi querido Nataniel -dijo Clara después de algunos instantes de atención-, ¿qué dirías si yo te considerara como el principio malvado que influye sobre mi café? Porque si me pasara el tiempo escuchándote leer y mirándome en tus ojos, como lo exiges, mi café estaría ya venido sobre la ceniza, y no tendríamos con qué desayunarnos.
Nataniel cerró el libre con violencia y comenzó a pasearse irritado por la habitación.
En otro tiempo escribía historias agradables y animadas, y Clara tenía grandísimo placer en escucharlas; pero ahora todo cuanto escribía se había tomado sombrío, vago, ininteligible, y era fácil comprobar por el silencio de Clara que no le era en manera alguna agradable.
Nada más mortal para Clara que el fastidio; en sus miradas y en sus conversaciones se traducía al instante un sueño y un entorpecimiento indomables, y los escritos de Nataniel se habían hecho muy fastidiosos, a decir verdad. Su malhumor contra la disposición fría y positiva de su prometida, aumentaba cada día, y Clara no podía ocultar el descontento que le causaba el sombrío y enfadoso misticismo de su amigo; así es que, insensiblemente, sus almas idean alejándose cada vez más.
Por fin, Nataniel, que alimentaba siempre la idea de que Coppelius debía perturbar su vida, llegó a tomarlo por tema de sus poesías. Representándose con Clara, ligados por un amor tierno y fiel; pero, en medio de su dicha, una mano negra iba a extenderse de tiempo en tiempo sobre ellos y les robaba alguna de sus alegrías. Por último, en el momento en que ambos se encontraban ante el altar en el que iban a verse unidos para siempre, el horrible Coppelius aparecía y tocaba los encantadores ojos de Clara que se clavaban en el pecho de Nataniel con el ardor de dos brazas ardientes, Coppelius se apoderaba de él y le lanzaba dentro de un círculo de fuego que giraba con la rapidez de la tempestad, y le arrastraba entre sordos y potentes ruidos, Aquello era un desencadenamiento, como cuando el huracán azota con cólera las olas espumantes, que crecen y decrecen en su lucha furiosa, cual negros gigantes de cabeza emblanquecida. Del fondo de aquellos gemidos, de aquellos gritos, de aquellos salvajes nunaores, se alzaba la voz de Clara:
-¿No puedes mirarme? -decía-, Coppelius te ha engañado: no eran mis ojos las que ardían en tu pecho, eran las gotas hirvientes de tu propia sangre tomada al corazón. ¡Yo no he perdido los ojos, mírame!
De pronto el círculo de fuego cesó de girar, los ruidos se apaciguaron, Nataniel vio a su prometido; pero era la muerte descamada que le miraba con aire amistoso por los ojos de Clara.
Mientras componía este fragmento, Nataniel permaneció muy tranquilo y reflexivo; limó y mejoró cada uno de sus versos, y como se había sometido a la tortura de las formas métricas, no se dio descanso hasta que el conjunto quedó puro y armonioso.
Pero, cuando acabó su tarea y releyó sus estrofas, un horror mudo se apodero de él y le hizo exclamar con tenor:
-¡Qué voz espantosa se deja oír!
Enseguida reconoció que había logrado componer versos notables, y le pareció que el espíritu glacial de Clara se inflamaría por su lectura, sin darse cuenta de que lo que deseaba era llenar su alma de imágenes horribles y de presentimientos funestos a su amor.
Nataniel y Clara se hallaban en el jardincillo de la casa. Clara estaba alegre, pues durante los tres días en que Nataniel había estado ocupado de sus versos, no la había atormentado con sus previsiones y sus sueños. Nataniel, por su parte, hablaba con mayor vivacidad y parecía más contento que de costumbre. Clara le dijo:
-Por fin te vuelvo a reconocer, ya ves que hemos logrado desterrar por completo al repugnante Coppelius.
Nataniel recordó entonces que tenía los versos en el bolsillo. Sacó en seguida el cuaderno en que los había copiado y se puso a leerlos.
Clara, que aguardaba algo fastidioso como de costumbre se resignó y se puso a tejer tranquilamente, pero como las negras nubes iban amontonando, cada vez más delante de ella, acabó por dejar caer el tejido y miró a Nataniel.
Este continuó sin detenerse: sus mejillas se encendieron y de sus ojos brotaron lágrimas: por último, al terminar, su voz se apago y cayó en un profundo abatimiento. Tomó la mano de Clara y pronunció repetidas veces su nombre, suspirando. Clara le estrechó dulcemente contra su pecho, y te dijo con voz grave:
-¡Nataniel, mi querido Nataniel! ¡Arroja al fuego esa loca y absurda historia!
Nataniel se levantó bruscamente y exclamó rechazando a Clara:
-¡Lejos de mí, estúpida autómata!
Clara derramó un torrente de lágrimas.
-¡Ah! -exclamó-, ¡nunca me ha amado, porque no me comprende!
Y comenzó a sollozar al tiempo que Lotario entraba en el jardincillo.
Clara se vio obligada a contarle lo que acababa de pasar, y el descontento que Lotario sentía hacia Nataniel y sus ensueños cedió su lugara una profunda indignación.
Corrió a buscarle, le echó en cara tan duramente la insolencia de su conducta hacia Clara que el fogoso Nataniel no pudo contenerse más. Las palabras tonto, insensato y extravagante se cambiaron con las de alma material y vulgar. El duelo resultó inevitable. Resolvieron, pites, encontrarse ala siguiente mañana detrás del jardincillo y batirse, según los usos académicos, con espadas cortas. Después se separaron con aire sombrío.
Clara habla escuchado una parte de la discusión y previó lo que iba a pasar.
Lotario y Nataniel habían llegado al lugar del combate y se habían quitado silenciosamente las levitas, colocándose frente a frente, con los ojos resplandecientes de mortífero ardor, cuando Clara abrió abruptamente la puerta del jardín y se interpuso entre ellos.
-¡Antes me matarán que batirse! Mátenme ¡Mátenme! ¿Quieren ustedes que sobreviva a la muerte de mi hermano o a la de mi prometido?
Lotario dejó caer su arma y bajó los ojos en silencio, y Nataniel, que sentía renacer en él la llama del amor, volvió a ver a Clara tal como la veía en otro tiempo, su espada se le escapó de la mano, y se arrojó a los pies de la joven.
-¿Podrás perdonarme alguna vez, mi Clara, mi amada, mi único amor? Lotario se arrojó en sus brazos; los tres se abrazaron unidos por el amor y la amistad.
A Nataniel le parecía haberse descargado de un peso inmenso que lo abrumaba, y haber encontrado protección y auxilio contra las influencias funestas que habían empañado su existencia.
Después de tres días de felicidad pasados con sus amigos, salió nuevamente para Goettingue, donde debía permanecer un año para regresar luego y quedarse para siempre en su ciudad natal. Ocultóse a la madre de Nataniel todo cuanto se refería a Coppelius, porque ya se sabe que no podía pensar sin espanto en el hombre a quien atribuía la muerte de su marido.

V

¡Cuál sería el asombro de Nataniel cuando, al dirigirse a su residencia, vio que el edificio entera había ardido, y que ya no quedaba de él más que un montón de escombros alrededor de los cuales se levantaban las cuatro paredes, desnudas y ennegrecidas!
Aunque el fuego se inició en el laboratorio del químico, situado en el piso bajo, los amigos de Nataniel lograron penetrar valerosamente en su cuarto y salvarle los libres, los manuscritos y los instrumentos.
Todo fue transportada a otra casa donde le habían alquilado una habitación a Nataniel. En un principio no notó que vivía frente al profesor Spalanzari, y ni se detuvo mucho a contemplar a Olimpia, cuya figura podía distinguir muy bien, aunque sus rasgos quedaran confusos a causa de la distancia,
Pero al fin lo llamó la atención ver que Olimpia permanecía horas enteras en la misma postura, tal como lo había entrevisto un día a través de la puerta vidriera; desocupada, con las manos apoyadas en la mesita y los ojos invariablemente dirigidos hacia él.
Nataniel se confesaba que jamás había visto talle más hermoso, pero la imagen de Clara vivía en su corazón, y permaneció indiferente a la vista de Olimpia; sólo, de tiempo en tiempo, dirigía su mirada furtiva, por encima del texto que estudiaba, hacia la hermosa estatua. Eso era todo.
Cierto día hallábase ocupado en escribir a Clara, cuando golpearon suavemente a su puerta. El que golpeaba, invitado por él, abrió, y la repulsiva figura de Coppola se mostró en la habitación.
Natamel sintió un estremecimiento recorrerle el cuerpo; pero, recordando lo que Spalanzimi le había dicho a propósito de su compatriota Coppola y lo que había prometido a Clara en cuanto al Hombre de la Arena, Coppelius, tuvo vergüenza de su infantil debilidad, e hizo un esfuerzo sobre sí mismo para hablar con naturalidad al extranjero.
-No compro barómetros, amigo mío -le dijo-, váyase usted y déjeme solo.
Pero Coppola se adelantó hasta el centro de la habitación y le dijo con voz ronca y contrayendo su ancha boca para hacerte adoptar una horrible sonrisa:
–¡Eh! Nienti barometri, niente barometri, ma tengo tambene bello oco... bello oco!
-¿Ojos, dice? -exclamó Nataniel fuera de sí. -¿Cómo puede vender ojos?
En un momento, Coppola se deshizo de sus tubos barométricos y metiendo la mano en un inmenso bolsillo fue sacando anteojos que depositaba sobre la mesa.
–¡Son anteocos, anteocos para poner sobre la nariz! ¡Ocos, bellos ocos, signor!
Hablando así no cesaba de sacar gafas del bolsillo, en tal número, que la mesa en que las ponía, iluminada por un rayo de sol, resplandeció de repente, con un mar de luces prismáticas. Millares de ojos parecían clavar centelleantes miradas en Nataniel; pero éste no podía apartar los suyos de la mesa; Coppola no cesaba de amontonar anteojos en ella, y aquellas miradas, cada vez más innumerables, resplandecían cada vez más y formaban como un haz de rayos sangrientos que iban a perderse en el pecho de Nataniel. Asaltado por indecible espanto, el joven se arrojó sobre Coppola, y le detuvo el brazo en el momento en que metía nuevamente la mano en el bolsillo para sacar más anteojos, aunque ya toda la mesa estaba llena.
-¡Basta, basta, hombre terrible!-le gritó.
Coppola se liberó suavemente de él, riendo y diciéndole:
-¡Vaya, vaya, no le conviene, eh signor! Pero aquí hay prismáticos, ¡lindos prismáticos! Y en un abrir y cerrar de ojos hizo desaparecer los anteojos y sacó de otro bolsillo una multitud de prismáticos de todas dimensiones.
Apenas desaparecieron los anteojos, Nataniel volvió a tranquilizarse y pensando en Clara, se convenció de que todas aquellas apariciones nacían de su cerebro. Coppola no fue ya a sus ojos un mágico ni un espectro aterrador, sino un honrado óptico cuyos instrumentos no ofrecían nada de sobrenatural, y para repararlo todo resolvió comprarle algo.
Tomó pues un lindo prismático de teatro, artísticamente trabajado, y para ensayarlo se acercó a la ventana.
Nunca había encontrado un instrumento cuyos cristales fuesen tan exactos y estuvieran tan bien combinados para aproximar los objetos sin perjudicar la perspectiva y reproducirlos con toda exactitud.
Volvió involuntariamente el anteojo hacia el departamento del profesor Spalanzani. Olimpia estaba sentada como de costumbre, ante la mesita, con las manos juntas. Sólo los ojos parecían singularmente fijos y como muertos; pero cuanto más la miraba con el prismático, más le parecía que los ojos de Olimpia se animaban con húmedos rayos. Aquello era como si el punto visual se animara repentinamente, y los ojos se hicieren cada vez más vivaces y más brillantes. Nataniel, perdido en la contemplación de la celeste Olimpia, se sentía arrastrado hacia la ventana como por un hechizo.
Algo le despertó de su arrobamiento. Era Coppola que le tiraba de la casaca.
–Tre zecchini, tres ducados --decía.
Nataniel había olvidado completamente al óptico; le pagó inmediatamente el precio que le pedía.
-¿No es un lindo prismático, un lindo prismático? -dijo Coppola, dejando escapar una sonora carcajada.
-Sí, sí -contestaba Nataniel malhumorado. -Adiós, amigo mío. Váyase, váyase.
Coppola salió de la habitación no sin dirigir antes una singular mirada a Nataniel, que le oyó reír a carcajadas mientras bajaba las escaleras.
–¡Sin duda se burla de mí porque le he pagado demasiado caros los prismáticos! -se dijo.
En aquel momento un suspiro quejumbroso se dejó oír tras él... Nataniel pudo apenas respirar, tal fue su espanto. Escucho algunos instantes.
-Clara tiene mucha razón al tratarme de visionario -dijo por fin. -¿Pero, no es extraño que la idea de haber pagado demasiado caros los prismáticos de Coppola haya provocado en mí un sentimiento de verdadero espanto?
Volvió entonces a sentarse a la mesa para terminar la carta a Clara, pero una mirada a través de la ventana le hizo saber que Olimpia estaba todavía allí, y en el mismo instante empujado por una fuerza irresistible, tomó los prismáticos de Coppola y ya no se apartó de las miradas seductoras de a hermosa vecina hasta el momento en que su compañero Segismundo fue a llamarlo para asistir a la clase del profesor Spalanzani.
La cortina de la puerta estaba cuidadosamente corrida y no pudo ver a Olimpia.
Los dos días siguientes la joven se ocultó igualmente a sus miradas aunque Nataniel no se apartara un momento de la ventana, con los ojos pegados a los prismáticos; al tercer día hasta se bajaron los visillos de los cristales.
Lleno de desesperación, ardiendo de pasión y deseo, Nataniel corrió fuera de la ciudad. Por todas partes la imagen de Olimpia flotaba delante de él; se elevaba encima de cada bosquecillo de árboles, de cada matorral, y le miraba con ojos centelleantes desde el fondo de las ondas claras de cada arroyito. La imagen de Clara estaba por completo borrada de su alma; no pensaba en nada sino en Olimpia, y exclamaba gimiendo:
-¡Astro brillante de mi amor! ¿No te has levantado sino para desaparecer y dejarme en la profunda noche?

VI

Al volver a su casa Nataniel notó que en casa del profesor Spalanzani había gran movimiento.
Las puertas estaban abiertas, trasladaban gran cantidad de muebles las ventanas de los primeros pisos estaban abiertas; varias criadas atareadas iban y venían con escobas, y carpinteros y tapiceros hacían resonar la casa con los golpes de sus manillos Nataniel se detuvo en la calle, con gran sorpresa. Segismundo se le acercó y le dijo riendo:
-¡Hola! ¿Qué me dices del profesor Spalanzani?
Nataniel le contestó que no podía decirle nada absolutamente respecto del profesor, puesto que no sabía nada acerca de él, pero que no dejaba de sorprenderle mucho el ruido y el tumulto en aquella casa tan monótona y tan tranquila. Segismundo le hizo saber entonces que el profesor Spalarizani iba a dar al día siguiente una gran fiesta, concierto y baile, y que a ella habla sido invitada media universidad. Corría el rumor de que Spalarizani presentaría por primera vez en sociedad a su hija Olimpia, a quien había ocultado siempre a todos los ojos, con la más extremada solicitud.
Nataniel halló en su cuarto una invitación, y al día siguiente a la hora señalada, se dirigió con el corazón agitado a casa del profesor, cuando ya los carruajes comenzaban a afluir y los salones se mostraban resplandecientes de adornos y de luces.
La reunión era numerosa y brillante. Olimpia apareció con un traje riquísimo y de un gusto perfecto, Era imposible no admirar sus forma, y sus rasgos, Sus hombros ligeramente redondeados, la finura de su talle que parecía la cintura de una avispa, tenían infinita gracia, Pero notábase algo de vacilante y tieso en su andar, que suscitó algunas críticas. Se atribuyó esa dificultad a la turbación que le cansaba la sociedad, tan nueva para ella.
El concierto comenzó, Olimpia tocó el piano con una habilidad sin igual, y cantó un trozo de ópera con voz tan clara que parecía el sonido de una campana de cristal.
Nataniel estaba profundamente hechizado, hallábase en las últimas filas de los espectadores, y los reflejos de las bujías le impedían reconocer bien los rasgos de Olimpia. Sacó sin ser visto los gemelos de Coppola, y se puso a contemplar a la bella cantante. ¡Dios mío, cuál no fue su delirio! Vio entonces que las miradas llenas de deseos de la encantadora Olimpia buscaban las suyas, y que las amorosas expresiones de su canto parecían dirigirse a él, Los brillantes gorjeos resonaban en los oídos de Nataniel como palpitación celestial del amor feliz, y cuando el trozo terminó por fin con un largo trino que estalló en la sala en cascadas armoniosas, Nataniel no pudo sofocar esta exclamación:
-¡Olimpia! ¡Olimpia!.
Todos los ojos se volvieron hacia él; los estudiantes que se hallaban cerca se echaron a reir. El organista de la Catedral tomó un aire sombrío y le hizo señas para que se contuviera. El concierto había terminado y el baile comenzó.
¡Bailar con ella, con ella! Tales fueron los deseos de Nataniel, el fin de todos sus esfuerzos. Pero ¿cómo elevarse a tal grado de valor? ¿Cómo atreverse a invitarla a ella, a la reina de la fiesta?
Nunca supo cómo había pasado, pero sin embargo, el baile había comenzado cuando se encontró junto a Olimpia que no había sido invitada todavía, y después de haber balbuceado algunas palabras, su mano se colocó en la suya...
La mano de Olimpia estaba helada y después de tocarla él también se sintió invadido por mi frío mortal. Miró a Olimpia; el amor y el deseo hablaban por sus ojos, y entonces sintió que las arterias de aquella mano helada latían con violencia y que ardiente sangre circulaba por sus venas glaciales.
Nataniel se estremeció, su corazón se colmó de amor; ciñó con el brazo la criatura de Olimpia y paso con ella ante la concurrencia.
Hasta entonces habíase tenido por un bailarín consumado y muy atento a la orquesta; pero ante la regularidad completamente rítmica con que bailaba Olimpia y que lo dejaba a menudo completamente fuera de compás, reconoció cuánto había flaqueado hasta entonces su oído. No quiso bailar ya, sin embargo, con otra mujer alguna, y hubiera asesinado a cualquiera que se acercara a Olimpia para invitarla a bailar.
Pero con gran sorpresa de Nataniel, esto no ocurrió sino dos veces, y pudo bailar con ella durante todo el resto de la fiesta.
Si Nataniel se hubiese hallado en situación de ver otra cosa que a Olimpia, se hubiera producido más de una funesta riña, porque murmullos burlones y risas mal contenidas se escapaban de todos los grupos de jóvenes cuyas curiosas miradas se dirigían a 1a bella Olimpia, eso sin que pudiera saberse la causa.
Acalorado por el baile y por el ponche, Nataniel había abandonado su timidez natural, se había sentado junto a Olimpia, y con una mano de ésta entre las sayas, le hablaba de su amor en términos exaltados, que nadie podía comprender, ni Olimpia, ni él mismo tampoco.
Sin embargo, la joven le miraba invariablemente a los ojos, y suspirando con ardor, se limitaba a contestar.
-¡Ah, ah, ah!
El profesor Spalanzani pasó varias veces frente a los enamorados y se puso a sonreír con satisfacción, pero de un modo extraño.
Entretanto, en medio de sus ensueños a los que el amor le había transportado, pronto pareció a Nataniel que los salones del profesor Spalanzani comenzaban a estar menos brillantes; miró en torno suyo con sorpresa que las dos últimas bujías que quedaban encendidas comenzaban a extinguirse.
Hacía ya largo tiempo que la música y el baile habían cesado.
-¡Separarse, separarse! -exclamó con dolor y en la más profunda desesperación,
Se levantó entonces para besar la mano de Olimpia, pero ésta se inclinó hacia él, y unos labios helados se posaron sobre los suyos ardiente.
La leyenda de la novia muerta le asaltó súbitamente la memoria: se sintió lleno de espanto como cuando tocara la fría ramo de Olimpia; pero ésta la mantenía estrechada contra su corazón, y con sus besos parecía reanimarse con el fuego de la vida,
El profesor Spalanzani atravesó lentamente la sala desierta; sus pasos resonaban sobre el parquet, y su figura, rodeada de sombras vacilantes, asumía la apariencia de un espectro.
-¿Me amas, me amas, Olimpia? ¡Dime una sola palabra! ¿Me amas? -murmuraba Nataniel.
Pero Olimpia se limitó a suspirar y exclamó al levantarse:
-¡Ah, ah, ah!
-¡Angel mío! -dijo Nataniel- ¡Tu vista es para mí un faro que ilumina mi vida para siempre!,..
-¡Ah, ah, ah!-replicó Olimpia, alejándose.
Nataniel la siguió. Ambos se encontraron frente al profesor.
Ha conversado usted más que animadamente con mi hija -dijo el profesor sonriendo- vamos, veamos, señor Nataniel, si encuentra usted placer en charlar así con esta joven tímida, sus visitas me serán muy agradables...
Nataniel se despidió y se alejó con el miedo en su corazón.

VII

Al día siguiente, la fiesta del profesor Spalanzani fue el tema de todas las conversaciones. Aunque el profesor hubiera hecho todos los esfuerzos posibles para mostrarse de una manera espléndida, siempre se hallaron mil cosas para criticar, y la gente se dedicó sobre todo a despreciar a la tiesa y muda Olimpia, a quien se acusó de completa estupidez; este defecto fue considerado por todo el mundo como el motivo que había inducido al profesor Spalanzani a mantenerla oculta hasta entonces.
Nataniel no oyó sin cólera estas opiniones; pero guardó silencio, considerando que aquellos miserables no merecían que se les demostrara que sólo su propia imbecilidad les impedía comprender la belleza del alma de Olimpia
-Hazme un favor, hermano- le dijo un día Segismundo-, dime cómo es que un hombre sensato como tú ha podido enamorarse de esa autómata, de esa figura de cera...
Nataniel iba a estallar, pero se contuvo inmediatamente y contestó:
-Dime, pon tu parte, Segismundo, cómo es que los celestiales encantos de Olimpia han podido escapar a tus ojos clarividentes, a tu alma abierta a todas las impresiones y sensaciones de lo bello. Pero doy gracias a la fortuna de no tenerte por rival, porque entonces sería necesario que uno de los dos cayera, ensangrentado, a los pies del otro.
Segismundo vio en qué estado se hallaba su amigo, cambió hábilmente, de conversación. y después de decir que no se podía juzgar, agregó:
-Sin embargo, es singular, que muchos de nosotros hayamos hecho el mismo juicio de Olimpia. Nos ha parecido, no te enfades hermano... nos ha parecido a todos sin vida y sin alma. Su talle es regular, lo mismo que sus ojos, es cierto, y podría pasar por bella si sus ojos le sirvieran de algo. Su andar es extravagantemente rítmico, y cada uno de sus movimientos parece que le fuera impreso por rodajes que se hacen funcionar sucesivamente Su manera de tocar el piano, su canto, tienen esa medida regular y desagradable que hace recordar las máquinas; lo mismo pasa con su manera de bailan Esa Olimpia se ha convertido para nosotros en un objeto de repulsión y no desearíamos tener nada en común con ella porque nos parece que perteneciera a un orden de seres inanimados, y que sólo Fingiera vivir......
Nataniel no se dejó apoderar por los sentimientos de amargura que hicieron nacer en él las palabras de Segismundo, Se limitó a contestar sencillamente
-Para ustedes, almas prosaicas, puede que Olimpia sea un ser extraño, Una organización semejante no se revela sino al alma de un poeta. ¡Sólo a mí se ha dirigido el fuego de su mirada de amor; sólo en Olimpia he visto reflejada mi alma¡ No se entrega, como los espíritus superficiales, a conversaciones vulgares; pocas palabras pronuncia, es verdad, pero esas pocas palabras son como el jeroglífico del mundo invisible, mundo lleno de amor y de conocimiento de la vida intelectual en contemplación de la eternidad. También todo esto carece de sentido para ustedes y sen otras tantas palabras perdidas.
-¡Dios te ampare, mi querido compañero! -dijo Segismundo con dulzura y en tono casi doloroso-Me parece que te veo en mal camino. Cuenta conmigo, si acaso....... No, pero no quiero ni puedo decirte una palabra más.....
Nataniel creyó ver de pronto que el frío y prosaico Segismundo le había dedicado leal amistad, y le estrechó cordialmente la mano.
El joven había olvidado por completo que existiera en el mundo una Clara a quien amaba en otro tiempo. Su madre, Lotario, todos aquellos seres habían desaparecido de su cerebro, se habían perdido de su memoria. No vivía más que para Olimpia, a quien iba a visitar continuamente para hablarle de su amor, de la simpatía de las almas, de las afinidades psíquicas, cosas que ella escuchaba con aire convencido.
Nataniel sacó de las profundidades de su escritorio todo cuanto había escrito en épocas anteriores, poesías, fantasías, visiones, novelas, cuentos; aquellas lucubraciones aumentaban cada día con sonetos y estrofas recogidos en el aire azul de la luna, y todo lo leía incansablemente a Olimpia. Pero también, nunca había encontrado un oyente tan admirable. La joven no bordaba ni tejía, no miraba por la ventana, no miraba ningún pajarillo, no jugaba con perrito alguno, no tenía gato mimado, no envolvía en los dedos pedazos de papel, no trataba de ahogar un bostezo con una tosecita forzada; en resumen, le miraba durante horas enteras, sin retroceder ni moverse, y su mirada se hacía cada vez más animada y brillante; sólo cuando Nataniel se levantaba por fin, y le tomaba la mano para llevársela a llevársela a los labios, le decía:
-¡Ah, ah, ah!
Y luego agregaba:
-¡Buenas noches, amigo mío!
-¡Alma sensible y profunda –clamaba Nataniel al entrar en su cuarto-, tú sola, sólo tú, sabes comprenderme en este mundo!
Se estremecía de felicidad al pensar en las relaciones intelectuales que existían entre él y Olimpia y que iban en aumento cada día, y parecíale que una voz interior le expresara los sentimientos de la encantadora hija del profesor.
Era necesario, por otra parte, que así fuese, porque Olimpia no pronunciaba jamás otras palabras que las que he citado ya. Pero cuando Nataniel recordaba en sus momentos lúcidos (como por la mañana al despertarse con el alma en ayuno de impresiones) el mutismo y la inercia de Olimpia, se consolaba diciendo:
-¿Qué son las palabras? ¡Nada más que palabras! Su mirada celestial dice más que todos los idiomas. ¿Está acaso forzado su corazón a encerrarse en el estrecho círculo de nuestras necesidades, y a imitar nuestros gritos quejumbrosos y miserables parir expresar su pensamiento?
El profesor Spalanzani pareció encantado de las relaciones de su hija con Nataniel y demostró su satisfacción de una manera que nada tenía de equivoca, diciendo que permitiría a su hija la libre elección de marido...
Alentado por esas palabras, con el corazón ardiendo en deseos, Nataniel resolvió suplicar al día siguiente a Olimpia, que lo dijera, con frases expresas lo que sus miradas le daban a entender desde hacía tanto tiempo. Buscó el anillo que su madre le había dado al separarse de ella, porque deseaba ponerlo en el dedo de Olimpia como prenda de eterna unión.
Mientras lo buscaba, las cartas de Lotario y de Clara cayeron en sus manos; las echó a un lado con indiferencia, halló el millo, se lo puso y corrió a casa de Olimpia.
Subía ya los escalones y se hallaba bajo el vestíbulo cuando oyó un estrépito extraño. El ruido parecía proceder del estudio del profesor Spalanzani: un pisoteo, crujidos, golpes sordos dados contra una puerta y mezclados con maldiciones y juramentos se escuchaban.
-–¿La dejarás? ¡La dejarás, infame miserable!. ¡Después de haber sacrificado por ella mi cuerpo y mi vida!
-¡Ah, ah, ah! ¡Ese no era nuestro trato!... ¡Yo hice los ojos!...
-¡Yo hice el mecanismo!
-¡Buena tontería el mecanismo!
-¡Perro maldito!
-¡Miserable relojero!
-¡Vete satanás!
-¡Detente, vil peón!
-¡Bestia infernal, te marcharás o no!
-¡Saldrás tú!
Era la voz de Spaltarzami y la del horrible Coppelius que se mezclaban y retumbaban juntas.
Nataniel, lleno de espanto, se precipitó en el gabinete.
El profesor había tomado un cuerpo de mujer por los hombros, mientras el italiano Coppola lo sostenía por los pies, y ambos trataban de arrancárselo tirando hacia un lado y hacía otro, luchando con furor por poseerlo.
Nutaniel retrocedió temblando de horror al reconocer a Olimpia; ardiendo en cólera se lanzó enseguida sobre aquellos dos furiosos para quitarles su amada; pero en aquel mismo instante, Coppola arrancó con vigor el cuerpo de Olimpia de manos del profesor, y al levantarlo lo golpeó con tanta violencia que cayó cabeza abajo por encima de la mesa en medio de los frascos, las retortas y los cilindros que se hicieron mil pedazos. Coppola se echó el cuerpo sobre los hombro, y bajó rápidamente la escalera, riéndose a carcajadas. Se oían los pies de Olimpia, que colgaban de su espalda, golpear los escalones de madera y sonar como si fueran de una materia dura.
Nataniel se quedó inmóvil.
Demasiado distintivamente había visto que la cara de cera de Olimpia no tenía ojos, y que en su lugar solo había dos negras cavidades. Era un autómata sin vida.
Spalanzani se revolcaba en el suelo; unos pedazos de vidrio le habían herido la cabeza, el pecho y los brazos, y la sangre corría con abundancia. Pero no tardó en recobrar parte de sus fuerzas.
-¡Persíguele, persíguele!. ¡Qué te quedas haciendo! Coppelius, el miserable Coppelius, me ha robado mi mejor autómata. He trabajado veinte años con él... ¡Por él he sacrificado mi cuerpo y mi vida! ¡El mecanismo, la palabra, todo, todo era hecho por mí!. . . ¡Los ojos, los ojos te los había robado a ti!... ¡Bandido! Corre tras él tráeme a mi Olimpia; aquí están los ojos.
Nataniel vio entonces en el suelo un par de ojos ensangrentados que le miraban fijamente. Spalanzani los recogió y se los tiró con tanta fuerza que fueron a darles en el pecho. El delirio hizo entonces presa de él y confundió todos sus pensamientos.
-¡Uh, uh, uh!... -exclamó haciendo piruetas- ¡Rueda de fuego, rueda de fuego! ¡Gira, linda muñeca de madera!... ¡Vaya! ¡Bailemos alegremente!... ¡Alegremente, hermosa muñeca! Y diciendo esto se lanzó sobre el profesor, le torció el cuello y lo hubiese estrangulado irremisiblemente si varias personas, atraídas por el ruido, no hubieran acudido y libertado de manos del furioso Nataniel al profesor cuyas heridas fueron examinadas y vendadas sin pérdida de tiempo.
Mucho costó a Segismundo dominar a su camarada, que no cesaba de gritar con voz terrible:
-¡Vaya, bailemos alegremente, alegremente, hermosa muñeca! -golpeando en torno suyo con redoblada fuerza.
Por fin se consiguió echarle al suelo y atarle.
Su palabra se debilitó y se convirtió en un rugido salvaje. El desdichado Nataniel quedó siendo presa del más espantoso delirio.
Hubo que llevarle al manicomio.

VIII

Antes de ocuparme del desdichado Nataniel comenzaré por decir a los que se hayan interesado algo por el hábil mecánico y constructor de autómatas, Spalanzani, que quedó completamente curado de sus heridas. Se vio, sin embargo, obligarlo a salir de la Universidad, porque la historia de Nataniel produjo gran sensación, y se consideró insolente engaño su conducta al llevar su muñeca de Triadera a algunos salones de la ciudad, donde conquistó más de un triunfo.
Los juristas consideraban esa burla tanto más punible cuanto que había sido dirigida contrae] público, y con tanta finura que, excepto algunos estudiantes más listos, nadie la había adivinado, aunque después todo el mundo se alabara de haber concebido grandes sospechas. Unos pretendían que Olimpia estornudaba más de lo que bostezaba, lo que está en contra de la costumbre general. Aquello era -decían- efecto del mecanismo interior, que crujía entonces de una manera perceptible. A este respecto, el profesor de poesía y elocuencia tomó un polvo, golpeó la tabaquera, y dijo solemnemente:
-No habéis dado con el punto en que reposa la cuestión, señores. El todo es una alegoría, una metáfora continuada. ¿Comprendéis? ¡Sapienti sat!
Pero muchísimas personas no se contentaron con esta explicación. La historia de la autómata había echado profundas raíces en sus almas, y en ellas se deslizó una horrorosa desconfianza hacia las figuras humanas. Muchos amantes, para convencerse de que no estaban enamorados de una autómata, exigieron que sus novias bailaran sin compás y cantaran algo desafinadamente; quisieron que se pusieran a tejer mientras ellos leían, y ante todo exigieron de ellas que les hablasen algunas veces realmente, es decir, que sus palabras expresaran de vez en cuando sentimientos e ideas, lo que hizo romper la mayor parte de las relaciones amorosas.
Coppola había desaparecido antes que Spalanzani. Nataniel se despertó un día como de un sueño penoso y profundo. Abrió los ojos y se sintió reanimado por un sentimiento de bienestar infinito, por su dulce y celestial calor. Estaba acostado en su cuarto, en la casa de su madre; Clara inclinábase sobre su lecho y junto a ella estaban su madre y Lotario.
-¡Por fin, por fin, mi amado Nataniel! Dios te devuelve a nosotras!
Así hablaba Clara con voz enternecida estrechando entre sus brazos a su Nataniel, cuyas lágrimas corrieron en abundancia.
Segismundo, que había velado fielmente por su amigo, entró en la habitación. Nataniel le tendió la mano:
-Camarada, hermano mío -le dijo-. ¡Con que tú tampoco me has abandonado!
Su locura había desaparecido sin dejar rastro, y muy pronto los cuidados de su madre, de sus amigos y de su prometida le devolvieron las fuerzas. La dicha había entrado en su casa. Un anciano tío, de quien nadie se acordaba, murió dejando a la madre de Nataniel una extensa propiedad situada en un parque pintoresco, no lejos de la ciudad. Decidieron trasladarse allí la madre, Nataniel y Clara, con quien debía contraer matrimonio, y Lotario. Nataniel aparecía más amable que nunca; había recobrado la ingenuidad de su niñez y apreciaba el alma pura y sencilla de Clara. Nadie recordaba, ni por azar, lo que le había ocurrido. Cuando Segismundo se dispuso a partir, Nataniel le dijo solamente:
-¡Por Dios, amigo mío! ¡Estaba en un mal camino, pero un ángel me ha conducido a tiempo por la ruta del cielo! ¡Ese ángel ha sido Clara!
Segismundo no le permitió que siguiera hablando, temiendo que recayera en sus pensamientos antiguos. Llegó el momento en que los cuatro debían trasladarse a su propiedad. Durante todo el día estuvieron recorriendo juntos la ciudad para hacer algunas compras. La alta torre del ayuntamiento arrojaba su sombra sobre el mercado.
-Si subimos a la torre, podremos ver una vez más nuestras bellas montañas -dijo Clara.
Nataniel hurgó maquinalmente en el bolsillo y encontró los prismáticos de Coppelius, se los llevó a los ojos y vio la imagen de Clara. Sus arterias latieron con violencia, sus ojos relampaguearon y rugió como un animal feroz; luego, saltando alocadamente, gritó riendo:
«-¡Linda muñequita, baila, baila, linda muñequita!» Agarrando a Clara bruscamente quiso arrojarla desde lo alto de la torre; pero en su desesperación, Clara se agarró nerviosamente de la balaustrada. Lotario oyó las carcajadas del furioso Nataniel y los gritos desesperados de Clara; un horrible pensamiento se apoderó de él y subió rápidamente; la puerta de la segunda planta estaba cerrada. Los gritos de Clara aumentaban sin cesar; ciego de rabia y de terror, empujó con violencia la puerta, que acabó cediendo. Los gritos de Clara eran cada vez más débiles: «¡Socorro! ¡Salvadme, salvadme...!» Su voz parecía morir en el aire. «¡Está muerta, asesinada por ese miserable!», exclamó Lotario.
La puerta de la galería también estaba cerrada. La desesperación le dio fuerzas sobrehumanas; y de un empujón hizo saltar la puerta de sus goznes.¡Dios de los cielos! Nataniel sostenía a Clara en el aire fuera del balcón; una de las cuartas de ella permanecía agarrada al barrotes del balcón. Rápido como un rayo, Lotario agarró a su hermana atrayéndola hacia sí, y golpeándolo con violencia Nataniel en rostro, le obligó a dejar su presa. Lotario se precipitó rápidamente escaleras abajo, llevando en sus brazos a su hermana desmayada. Estaba a salvo.
Nataniel, que había quedado solo en la galería, la recorría todos sentidos, dando saltos y gritando: «¡Gira, gira círculo de fuego! ¡Gira!».
La multitud se había reunido, atraída por sus gritos y entre la gente se veía a Coppelius, que sobrepasaba a sus vecinos por altura extraordinaria. Alguien propuso subir a la torre para apoderarse del insensato; pero Coppelius dijo sonriendo: «Esperad un poco; ya bajará solo» y siguió mirando hacia arriba como los demás.
Nataniel, de pronto se detuvo y permaneció inmóvil. Miró hacia abajo y distinguiendo a Coppelius exclamó con voz penetrante:
«-¡Ah hermosos ojos! ¡Bellos ojos!»
Y se arrojó por encima de la barandilla del balcón. Cuando Nataniel quedó tendido sobre el pavimento con la cabeza rota, Coppelius desapareció.
Se dice que algunos años después alguien vio a Clara en una región apartada sentada a la puerta de una linda casita de recreo la que vivía. Junto a ella se encontraban su dichoso marido y tres encantadores niños. De ello puede deducirse que Clara encontró por fin la felicidad hogareña que prometía su alma serena y apacible, que jamás hubiera podido procurarle el fogoso y exaltado Nataniel.

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